domingo, septiembre 04, 2005

V

Miró al cielo y descubrió la V que dibujaban. Decidió unirse a ellos y agitó sus alas hasta que la tierra estuvo lejos. Se acercó de a poco y se ubicó al final de la formación, del lado derecho. Viajó con ellos dos meses sin descanso, siempre en la misma dirección. Se sentía confundido, ya había perdido toda noción de su ubicación, y no sabía donde se dirigía. Pensó que si podía resistir el resto del viaje primero en la formación podría descubir su destino apenas se hiciese visible y así saciar sus ansias de saber. En la punta el viento era fuerte, pero mantuvo su decisión. Trece meses pasaron hasta que su corazón, abatido por el esfuerzo, dejo de latir y sus alas dejaron de moverse. Mientras caía, en el último suspiro de vida, compredió que nunca hubiese llegado a ningun lugar, porque simplemente volaban por volar.

Gabriel A. Quiroga Bocci

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Sietemil Hojas

La tierra y las aves bajo mis pies. Pasaron desiertos, valles y picos nevados, pero sigo viajando lo más rápido que puedo. No tengo destino, no tengo apuro, pero él me sigue. Desde que soy consciente de mi existencia, él está ahí, y yo aquí, huyendo. Las dimensiones toman otro sentido en este lugar: la altura dejó de ser altura y se transformó en el velo que nos separa del suelo, sólo importa la distancia entre nosotros.
He tenido mucho tiempo para reflexionar durante mi continua escapatoria. Creo que ya lo se, que todo el conocimiento depende de mí y que está a mi entera disposición. Lo único que no comprendo es a él; no entiendo porqué me sigue ni porqué esta ahí. Ni siquiera el aire que se curva en mis oídos ha podido darme una explicación.
¿Detenerme? No, no estoy dispuesto a correr el riesgo. Nunca me animé a voltear para mirarlo pero se cómo es: silencioso, frío, imparcial e imponente. Si me dejo alcanzar pongo en juego mi integridad. Sé que detenerme significaría quedar completamente aislado, y aunque esta situación refleje de manera alguna mis deseos, el viento dejará de correr contra mi cara, y las conversaciones que con él mantengo serán sólo un recuerdo. No quiero perder lo poco que me queda.
No necesito nada más que mantener el rumbo fijo hacia el horizonte y la velocidad constante. Todo está en su lugar: él ahí, yo acá y mi agenda en el morral. El sol nace otra vez y mi estado de ánimo es nuevamente indefinido, indiferente tal vez. Ya no encuentro la diferencia entre una expectativa y una ilusión, entonces decido, a veces, dejar de pensar y seguir ciegamente el camino que marca la rutina. En ese caso, y en todos los demás, mi accionar diurno se reduce a observar el suelo que perdí y a prestar atención a cualquier cosa que haga ese día diferente al de ayer.
La agenda que me acompaña es el único problema de esta situación. Todos los días anoto en ella mis deberes y lo que me gustaría hacer. Un detallado cronograma de actividades que nunca se concreta porque él no me lo permite con su persecución. Con la última luz del infinito ocaso logro agendar todo aquello que no pude hacer en la página del día siguiente, con la esperanza de conseguir darles realidad. Así, el esquema de mañana tendrá todas las actividades que no he podido realizar antes. Sietemil seis cronogramas reunidos en uno solo. Y al día siguiente serán sietemil siete. Un destino predecible.
Debo admitir que cada vez que el sol se pone, y me dispongo a escribir las tareas pendientes, una lágrima nace en alguno de mis ojos, y el viento se encarga de limpiarla. Las lágrimas siguientes siguen el mismo camino que la primera y son producto de ella. La primera lágrima se derrama por todas las cosas que no pude hacer, y las demás, porque ya no puedo detenerme en seco un instante para que el viento no me las robe y así poder dejar que bajen hasta mis labios para sentir, como en mi niñez, lo salado de su esencia.
Nacemos libres y lo somos hasta que él aparece y comenzamos a huir. Corremos hasta que nos separamos del suelo, y todos los recuerdos de nuestra estadía en la tierra desaparecen, como si nunca hubiesen existido. Nadie puede rehusarse a hacerlo, esta en nuestra sangre, esta escrito en la palma de nuestras manos. Por eso sé que no soy el único; sé que aunque no los vea ahí están, escapando en todas direcciones.
De nada sirve saber que no estoy solo si no puedo verlos. De nada sirve hundirme en una reflexión profunda si no voy a poder comprender lo que sucede. Pero sigo llevando mi agenda para poder dejar constancia de que alguna vez existí, aunque nadie encuentre el momento para leerla. Esta es mi vida y así será, porque él nunca logra atraparme, porque el tiempo nunca me alcanza.
Gabriel A. Quiroga Bocci

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