martes, noviembre 09, 2010

Los pies del montañés

    Los pies del montañés, ágiles y sucios como sus sandalias, rara vez bajan al pueblo que aman con nostalgia. Lo evitan para no conversar sobre calzados de trequin, o caminos fáciles a cimas de foto postal. No están acostumbrados a que el terreno sea llano, tropiezan en la calle con el menor guijarro y la grieta más imperceptible; la vergüenza tiñe de inútiles a sus saltos entre cumbres, de risco a risco, dignos del carnero. Tampoco son bien recibidos por los citadinos, que suelen llevar los pies limpios y sin callos, como si no vivieran sobre la tierra; hablan de asco al ver el dedo gordo con una espina incrustada, que sólo notó por sus miradas. A los pies del montañés no les gusta ser escándalo, pero su barba tiene otro cantar, de sonatas que instauran polémicas vanas: que está sucia y desprolija, que la cuida y le queda bien, que es blanca, que es gris, que es de viejo, de vago, de sabio... Cierto es que muchos mirones desean, en secreto, tener una barba como esa, o que se la afeiten al que vino de la montaña, que se haga "hombre". Algunos ríen por lo bajo mencionando a Zarathustra, piensan que no existió; tampoco Dios. Saben por sus ropas lo que pensó mientras llegaba al pie de la ladera: “las modas son para los que aún están vivos, ¡que agradezcan si llevo algo encima!”.
Todos en la taberna del pueblo están atentos a la entrada del montañés. No lo esperan por su pelo, ni por las sandalias. Lo esperan por sus palabras. Recuerdan el día en que intervino alegremente el altar de la iglesia para anunciar el arribo de "la gran ola"; una semana después, la inundación del dos mil seis hizo nadar a las vacas y llevó la vida al techo. No se sabe si los fieles presentes en aquella ocasión volverán a ser capaces de reírse de alguien; cada domingo, sumidos en la duda, miran al suelo y ven temblar sus piernas al son de "El mensajero de la paz", como si no fueran suyas.
Sólo él conoce cada rincón del valle, cada cima alejada; sólo él sabe cómo se mueven las montañas, cómo cambian los lagos, cómo hablan las serpientes y cómo se va en busca del niño explorador perdido. Entonces lo escuchan. Anuncia lo imprescindible y, sin saludar, emprende el retorno a su caverna, dejando siempre una ofrenda de miel, un panal que irradie lo más dulce del trabajo en comunidad, en la plaza para que se llene de moscas. Quienes han tenido oportunidad de invitarle una copa, descubrieron que sólo sirve para dar las noticias, dicen que no habla más que incoherencias y que siempre termina en discusión acalorada; ya nadie quiere tanto alboroto, ¡si toman vino para olvidar! En casos excepcionales, alguno se contagia la locura del ermitaño y parte con él hacia la montaña para no volver. Se rumorea que el montañés nos dejó hace varios años y que alguno de sus seguidores ocupó su lugar sin que nadie lo notara; da lo mismo, sigue funcionando para el pueblo eso del anunciador.
¡Eh, montañés! ¡No te apresures en regresar a tu guarida! Quédate con nosotros un día más, disfruta nuestros manjares, nuestra comodidad, y sírvete como quieras de nuestras jovencitas pecadoras, ¡Si ya están condenadas! Seguro te hace falta que… O mejor aún, emprende una aventura por aquél camino, ¡nos lleva hasta el mar! Déjame que te acompañe a zambullirnos en la profundidad; yo buscaré la mejor pesca y tú… ¡Tú quizá vuelvas con una sirena y un tiburón! ¿Pero qué digo? ¿Qué me voy de viaje contigo, montañés? ¿Acaso se me ha pegado la locura del ermitaño? ¡Ea!
G. A. Quiroga Bocci